¿Y si las venus del Paleolítico no fueron talladas por hombres sino por mujeres examinando su propio cuerpo?
Dicen que no vemos el mundo como es, sino como somos nosotros; con nuestros sesgos. Por eso las venus paleolíticas se llaman venus, porque los antropólogos creyeron que habían sido talladas como un ideal de belleza prehistórico, como objetos sexuales desde el punto de vista masculino.
Las primeras fueron descubiertas a finales del siglo XIX en cuevas y abrigos rocosos de los Pirineos franceses. En 1908 se exhumó la hechizante Venus de Willendorf, que acabaría convertida en un icono. Desde entonces han aparecido cientos de estatuillas similares entre el sur de Francia y las llanuras siberianas del lago Baikal. Figuras femeninas talladas en hueso, asta, marfil, piedra, terracota, madera o barro, de no más de 25 centímetros y datadas en el Paleolítico superior, entre el 27.000 y el 21.000 a. C.
Aunque no hay consenso sobre por qué se crearon o para qué servían, sus atributos exagerados, como la prominencia del vientre típica de una mujer embarazada, llevaron a pensar que podían usarse como amuletos de fertilidad. Pero esas proporciones exageradas no solo se aprecian en el abdomen. Muchas tienen un torso anormalmente delgado, pechos grandes y colgantes, nalgas y muslos voluminosos, piernas cortas, pies pequeños y un ombligo elíptico que queda aplastado por el ancho de las caderas.
La antropóloga Mariana Gvozdover describió estos rasgos como una “deformación estilística del cuerpo natural”, pero sus colegas Leroy McDermott y Catherine Hodge McCoide aportaron otro punto de vista. “Estas aparentes distorsiones de la anatomía se convierten en representaciones adecuadas —escribieron en un artículo de 1996— si consideramos el cuerpo visto por una mujer que se mira a sí misma”.
A la izquierda, el punto de vista de una mujer de 26 años embarazada de cinco meses de su propio cuerpo. A la derecha, la venus de Willendorf desde la misma perspectiva |
Los autores compararon las figuras con fotografías de una mujer moderna y la perspectiva encajó como un guante. La idea explica por qué los brazos desaparecen bajo los senos, por qué el cóccix no está a una altura normal respecto a las nalgas o incluso por qué algunas venus del Paleolítico no tienen rostro y fueron talladas con la cabeza inclinada hacia abajo.
A la izquierda, el punto de vista de una mujer que mira su trasero por debajo de su brazo. A la derecha, la venus de Willendorf desde la misma perspectiva |
A la izquierda, el punto de vista de una mujer que mira un lado de su cuerpo. A la derecha, la venus de Willendorf desde la misma perspectiva |
“Es posible —explican McDermott y McCoide— que desde que se descubrieron estas figuras simplemente las hayamos mirado desde el ángulo incorrecto”. Los antropólogos asumieron que las mujeres de la prehistoria habían sido espectadoras pasivas de la vida creativa y que sus cuerpos, ya sea por sus atributos sexuales o como símbolos de fecundidad, solo habían sido relevantes para los intereses masculinos. Pero lo cierto es que no sabemos casi nada de estas estatuillas ni de las personas que las tallaron hace 20.000 años. Lo que sabemos es que nuestras suposiciones están inevitablemente sesgadas por nuestro propio bagaje cultural.
La llegada de Homo sapiens a Europa, hace unos 45.000 años, marcó el comienzo del Paleolítico Superior, período principalmente caracterizado por una enorme explosión de actividad cultural, cuyas manifestaciones más notables son las pinturas realizadas sobre paredes de cuevas y la talla de pequeñas esculturas. La gran mayoría de los expertos que han estudiado este extraordinario arte ha mostrado su fascinación y su sorpresa frente a obras en las que, a pesar de su antigüedad, puede reconocerse con nitidez la mano humana.
En ese contexto, nos interesa destacar que, diseminadas por lugares muy variados de Europa, desde la segunda mitad del siglo XIX han ido asomando a la luz multitud de pequeñas y fascinantes estatuillas de mujeres paleolíticas que han llamado poderosamente la atención de todos aquellos conocedores de su existencia. Con un tamaño entre 5 y 25 centímetros de altura, talladas en piedra, marfil, hueso, astas, madera o esculpidas en arcilla, estas delicadas esculturas componen la categoría principal de representaciones humanas de arte mueble paleolítico.
La distribución geográfica de las estatuillas es muy amplia, ya que abarca desde el sur de Francia y norte de Italia hasta llegar, a través de Europa central y oriental, a las llanuras de Siberia. Curiosamente faltan en la Península Ibérica, a pesar de que a veces se citan los dos ejemplares de El Pendo y La Pileta. Por lo general se han encontrado en lugares de habitación, esto es, dentro de cuevas o refugios, más que en enterramientos o funerales.
Las estatuillas representan a mujeres desnudas o semidesnudas esculpidas con asombrosa meticulosidad, y cuyos caracteres sexuales se muestran nítidamente marcados. Inicialmente, cuando las figuras fueron descubiertas, se las llamó «Venus» paleolíticas, aunque ese nombre ha sido rechazado por un creciente grupo de investigadoras que, en un esfuerzo por examinar y recuperar el papel de las mujeres en las sociedades pasadas, sostienen que es más riguroso denominarlas estatuillas paleolíticas o, simplemente, mujeres paleolíticas.
No obstante, en un entorno profundamente sexista, el nombre de Venus alcanzó una amplia popularidad. Autoras, como por ejemplo la profesora de Prehistoria (de la asignatura Arqueología de las Mujeres ideada por ella misma) de la Universidad Autónoma de Barcelona, recientemente fallecida, Encarna Sanahuja (2002), o la arqueóloga estadounidense Joan Marler (2003), han rechazado el apelativo «Venus» porque es un tipo de denominación que se limita a revestir a la figuras de una mera función erótica en servicio de la imaginación masculina. Se las asocia así con el canon estético de la época, considerándolas talladas por y para el disfrute de los hombres.
Por su parte, al analizar el androcentrismo que ha sesgado los estudios sobre prehistoria, la antropóloga norteamericana, profesora de la Universidad de Denver y prestigiosa especialista en arqueología de género, Sarah Milledge Nelson, atinadamente se pregunta: «¿Podremos alguna vez superar la idea de que las mujeres desnudas son para el gozo de los hombres, pero que los hombres desnudos son “figuras de autoridad”?»
Se trata de un debate agitado porque, desde el momento en que se descubrieron, las estatuillas resultaron tan sugestivas que han sido y siguen siendo un verdadero acicate para la imaginación de quienes las contemplan. Han inspirado la publicación de innumerables trabajos que, como es de imaginar, ofrecen una variedad enorme: los hay eruditos y de divulgación, extensos y breves, detallados y generalistas, e igualmente con mayor o menor reconocimiento por parte de los colegas. Pero, pese a esa pluralidad, casi todos tienen un sello común: un inconfundible sesgo androcéntrico.
No queremos pasar por alto los términos sexistas empleados en múltiples ocasiones y hasta hace relativamente poco tiempo para describir estas preciosas tallas. Valga sólo a título de ejemplo los escogidos por el prehistoriador francés Louis-René Nougier (1912-1995), al referirse a las figuras como «mujeres de formas opulentas, incluso pesadas, con rostros vagos (…), mientras que los órganos sexuales son dignos de una observación clínica»
La imagen de mujer corpulenta y de abundantes formas ha representado el prototipo de las estatuillas del Paleolítico y, pese a su variación, se suelen identificar con la célebre figura de Willendorf, que no es la primera ni la más antigua representación de una forma femenina humana encontrada, pero sí la que más fama ha alcanzado.
La estatuilla de Willendorf fue hallada en 1908 en las proximidades del pueblo austríaco del mismo nombre, Willendorf, por el arqueólogo Josef Szombathy, en una terraza situada cerca de 30 m por debajo del Danubio. Su antigüedad oscila entre 24.000-22.000 años, mide unos 11 cm de altura y está tallada con exquisito cuidado en una piedra de poro muy fino que no es propia de esa región. Por esta razón, los expertos piensan que podría haber sido traída a esta zona desde otro lugar. En el momento de su descubrimiento, revelaba en su superficie trazas de un pigmento rojo ocre de significado poco claro, pero al que normalmente se da un carácter ritual o simbólico. Hoy se encuentra expuesta en el Museo de Historia Natural de Viena.
La escultura muestra una mujer de vientre prominente y colgante, con un rollo de grasa extendido por su cintura y unido a unas anchas caderas que revelan el sexo. Sus pechos son también grandes y orondos. La estatuilla carece de cara, por lo que algunos han argumentado que, como el rostro es una estructura clave de la identidad humana, la figura debe ser considerada anónima en vez de una persona concreta. Tampoco tiene pies, y sus brazos son muy delgados. Pese a su pequeño tamaño, esta talla de una mujer rolliza ha alcanzado un gran protagonismo, llegando a formar parte del inventario predilecto colectivo en lo que al arte prehistórico se refiere.
Las primeras teorías propuestas para explicar el significado de las estatuillas, formuladas entre 1890 y mediados del siglo XX, exhibían una marcada tendencia a enfatizar roles de género, esto es, interpretarlas como expresión de la fertilidad femenina o como objetos eróticos para ser visualizados por ojos masculinos. Una de las versiones tradicionalmente más aceptada sostiene que las pequeñas estatuas representan a una deidad: la Diosa Madre o la Diosa Tierra, en la que posiblemente creía la gente del Paleolítico. Esta versión se apoya en que las proporciones del cuerpo de muchas de ellas lleva a pensar en una mujer embarazada, lo que daría a las figurillas la categoría de símbolo de la fertilidad femenina. Otros autores, por el contrario, no están de acuerdo con esta explicación y despojan a las estatuillas de su carácter de diosa.
Existen diversas razones que alimentan acaloradas discusiones, y una razón no menor es un hecho que destaca sobre los demás: la elevada proporción de representaciones femeninas frente a las masculinas. En efecto, se han encontrado en torno a doscientas estatuillas de mujeres, mientras que las de varones del mismo período son sumamente escasas. Esta significativa diferencia ha fomentado los más diversos litigios con relación a la relevancia del papel de la mujer en aquellas sociedades.
Los expertos, sin embargo, admiten hoy que durante el Paleolítico Superior lo frecuente era representar al género humano a través de figuraciones femeninas. Este mensaje tiene un calado profundo porque contradice el antiguo orden simbólico, apoyado en la idea androcéntrica y falocrática inspirada por Aristóteles, que consideraba el sexo masculino como originario y equivalente único del género humano y el sexo femenino, dada su carencia de pene entre otras cosas, estaba incompleto porque era biológicamente inferior.
Tales fantasías, sin embargo, se han visto desafiadas por la ciencia. La arqueología nos sugiere que hace unos 35.000 años, a lo largo de casi toda Europa y durante un período de tiempo próximo a 20.000 años, las mujeres podrían haber ostentado un papel importante en las sociedades de su tiempo; esto explicaría por qué las estatuillas son tan numerosas y por qué se enfatizan tan claramente las diferencias en vez de las similitudes entre los cuerpos femeninos y masculinos: reflejan la clara voluntad de representar mujeres.
Por otra parte, en lo que concierne a la autoría de las estatuillas, no pocos expertos sostienen, al parecer sin albergar duda alguna, que aquellas figuras tan esmeradamente talladas fueron elaboradas por los miembros varones de cada grupo: eran ellos los que realmente poseían el talento creador. Las mujeres, según ese particular androcentrismo que impregna la interpretación de nuestro pasado, quedaron excluidas de la extraordinaria capacidad humana que es crear arte.
Esta visión sexista de la creatividad se ha mantenido durante largo tiempo con el incondicional respaldo de un colectivo científico esencialmente masculino. Versión que, además, ha encontrado una complicidad pasiva en la divulgación hacia el gran público y en los textos seguidos en la enseñanza.
Pero menospreciar el papel femenino en relación con las manifestaciones artísticas y decorativas de aquel lejano pasado es, al menos, muy discutible. Lo cierto es que la información con que cuentan estudiosas y estudiosos del tema no hace sino contradecir y debilitar las estereotipadas interpretaciones de las celebradas estatuillas. Los nuevos datos que, aunque con dificultad, se están abriendo camino entre la comunidad académica, no cejan en señalar que las pequeñas figuras tuvieron un significado cuya amplitud y riqueza es mucho mayor de la pretendida.
Creemos que es válido subrayar que los trabajos recientes de diversas investigadoras, y también investigadores, están proporcionando un sólido marco que refuta esa trama de creencias tejida durante siglos y fundamentada en la universalidad de las estructuras sociales dominadas por los hombres. Si el objetivo es producir buena ciencia, urge abandonar esos escenarios anticuados y con descarado sesgo de género.
Martínez Pulido, C. (2012). La senda mutilada: la evolución humana en femenino. Biblioteca Nueva. Madrid.
Nelson Milledge, S. (2004). Gender in Archaeology: Analyzing Power and Prestige. AltaMira Press. California.
Sanahuga Yll, M. E. (2002). Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria. Cátedra. Madrid.