Proyecto Genográfico realiza una tarea titánica: rastrear huellas de los antepasados más remotos.
Spencer Wells (en primer plano), director del Proyecto Genográfico, ha recolectado 588.770 muestras de saliva de voluntarios de 140 países.
El fascinante viaje genético a mis raíces maternas comenzó la mañana en que me raspé el interior de la mejilla con un palillo de caucho, cuya punta introduje en un frasquito lleno de un líquido similar al jabón. En segundos, varias moléculas de ADN se liberaron de las células de mi saliva, formando algo parecido a los finos y largos tentáculos de una medusa blanca. Seis semanas después de haber enviado la muestra al laboratorio del genetista antropológico Spencer Wells, en Washington, mis resultados estaban montados en el portal del Proyecto Genográfico de National Geographic e IBM.
Mi ADN mitocondrial (que solo es transmitido por las madres) revela que pertenezco a un cierto clan. Tenemos un nombre elegantísimo: nos llamamos Haplogrupo T, Subclase T2. ¡Hasta tenemos nuestra propia página en Facebook! Gozamos la distinción de ser descendientes del grupo que originó la expansión del Neolítico, ese momento dorado en que los humanos modernos domesticamos las plantas, creando la agricultura, hace unos 10.000 años.
También fuimos los primeros pobladores de Europa, y andamos emparentados con gran parte de su nobleza nórdica. Quién lo creyera, yo, que nací en medio de los Andes suramericanos y tengo quién sabe cuántos lindos litros de sangre indígena muisca; pero está mezclada con la del abuelo materno Mr. Frederick Leslie Rockwood, un lobo de mar que dejó sus heladas costas británicas para causar una colisión genética de dos mundos en los trópicos colombianos.
“Los genes no saben mentir”, me dice el doctor Wells ante una humeante taza de chocolate en el Burdick’s que queda junto a la Universidad de Harvard, su alma máter. Acaba de regresar de la República de Chad y hay algo en él que me hace pensar en Lawrence de Arabia.
Wells es director del Proyecto Genográfico, un estudio que busca trazar el árbol genealógico humano, siguiendo las huellas de nuestros antepasados más distantes. “¿Cómo llegaron exactamente los humanos a poblar el mundo? Durante años, los paleoantropólogos y arqueólogos buscaron la respuesta en las únicas pistas que pudieron encontrar: los restos de nuestros ancestros. Pero los huesos y utensilios solo explican una parte de la historia. El Proyecto Genográfico, en cambio, es la excavación arqueológica de nuestra propia sangre”, me dice.
Habiendo recolectado desde el 2005 más de 70.000 muestras de sangre de poblaciones indígenas genéticamente aisladas, y 588.770 de saliva de personas voluntarias en 140 países, el proyecto de Wells ha descubierto que nuestro ADN es una máquina de tiempo y que contiene el más fascinante libro de historia jamás escrito.
“Lo que antes era terra incognita genética es ahora un documento que nos está diciendo que todos somos parte de una gran familia; que somos más similares a nivel molecular de lo que nos imaginábamos, a pesar de nuestras diferencias culturales y físicas; y que todas las personas vivas descendemos de un puñado de no más de diez africanos, quienes hace 50.000 años escaparon de la sequía causada por una glaciación. Sobreviviendo en contra de todas las posibilidades, ese grupo de personas salió caminando a conquistar el planeta. Esta es su historia. Nuestra historia. La aventura más alucinante de la especie humana”, agrega.
Sabemos esto con absoluta certeza porque a medida que nuestro ADN pasa de una generación a la otra, pequeños cambios naturales, al azar y por lo general inofensivos, suceden con el tiempo y se almacenan en nuestros genes.
“Estos marcadores genéticos, o mutaciones, nunca desaparecen. Son como manchas indelebles que se acumulan en un orden particular”, explica Wells, haciendo dibujos sobre una servilleta. “Y son fácilmente identificables como pequeños errores de ortografía en la secuencia de cuatro letras de las bases químicas que componen la molécula del ADN. De tal manera que actúan como señalizadores en una carretera, permitiéndonos seguir los linajes familiares hasta las ramas más profundas de la genealogía”. Así, nuestros genes son vestigios de una antigua y preciosa biblioteca que contiene las huellas de la odisea que vivieron nuestros valientes antepasados. Su marcha milenaria dio lugar a las diversas poblaciones del mundo, adaptándose físicamente a su entorno, y alumbrando su paso con marcadores genéticos que ahora, gracias a la tecnología, brillan como luciérnagas en la noche.
‘Explorador residente’
Es sabido que, al lado del cereal para el desayuno, el refrigerador en casa de Spencer Wells ha llegado a contener en un momento dado miles de muestras de ADN de gente de varios países. Es el resultado de alguna de sus múltiples expediciones de recolección. Con doctorado y estudios en Harvard y Stanford, la vida de este rubio explorador de la ciencia de 43 años es una combinación de trabajo de laboratorio y aventuras al mejor estilo de Indiana Jones. Como ‘explorador residente’ de National Geographic, tiene la responsabilidad añadida de poner la cara ante las cámaras y divulgar la ciencia al público.
Su compromiso de estudiar la diversidad genética y el misterio de las migraciones humanas nació cuando estudiaba en Stanford como alumno del célebre genetista italiano Luca Cavalli-Sforza, considerado como el padre de la genética antropológica. Entonces, en 1996 Wells se lanzó a recorrer Asia Central y 25.000 millas de las antiguas repúblicas soviéticas, en toda clase de vehículos, climas y condiciones. La tarea consistía en explicarle a la gente de los poblados más remotos que su sangre contenía un secreto muy importante. “Muchos me miraban con cara de susto, pensando que este extranjero había venido a decirles que tenían cáncer”, recuerda Wells.
Poco después, en África, el genetista fue en busca de la tribu de los San Bushmen, en el desierto del Kalahari, en Namibia. “Su rama del árbol genealógico humano es la más gruesa, la primera en desprenderse del tronco”, dice. “Cuando vi a esta hermosa gente entendí que todo lo predicho en su sangre estaba escrito en sus caras: era como observar un rostro compuesto por los rasgos de todas las razas del mundo: la forma del ojo de los asiáticos, los altos pómulos de la gente de Mongolia, la piel de tono mediano, entre clara y oscura. De ellos se desprenden cada color, cada credo y cada nacionalidad de la gente de este planeta”.
Ahora bien, lo que complica el panorama, como viene a complicar tantas cosas, es el sexo. El ADN viene en los cromosomas, y los cromosomas vienen en pares, y cuando el cuerpo produce un espermatozoide o un óvulo, los dos cromosomas emparejados se recombinan, intercambiando grandes trozos de ADN. Por eso es que el cromosoma Y es el consentido de la antropología genética: a diferencia de todos los demás, el Y no tiene un compañero igual a él, sino que está emparejado con un X, así que prácticamente no intercambia ADN con este.
Recordando las lecciones de anatomía, los hombres heredan un cromosoma Y de sus padres y un X de sus madres, mientras que las mujeres heredan un X de su papá y otro de su mamá. Como resultado, el Y y todo su contenido pasan intactos de una generación a la otra por los siglos de los siglos. El cromosoma Y de cada hombre que existe hoy en la Tierra es un 99.99 por ciento igual al que llevaba el ancestro común, ese ‘Adán’ que vivió hace 60.000 años.
“En tu caso, como en el de todas las mujeres, los marcadores del linaje femenino están en el ADN de las mitocondrias, que son estructuras especializadas que ‘viven’ fuera del núcleo de la célula”, continúa el científico. “Esas mitocondrias acumulan muchísimas mutaciones y por eso nos dan una estupenda oportunidad de estudiar el linaje materno”.
Entonces, así como existe un ‘Adán’, hay una ‘Eva mitocondrial’, una hembra ancestral que vivió en las mismas sabanas africanas hace unos 170.000 años. Esta ‘Eva’ no fue la primera mujer humana, sino la única mujer que sobrevivió, ya sea por suerte o sagacidad, a quién sabe qué catástrofes de la naturaleza, hambrunas o enfermedades. Y todos los seres humanos vivos del planeta podemos trazar nuestro linaje hacia ella.
Pasó el tiempo, y un día hace 50.000 años, los descendientes de esta ‘Eva’ salieron de África. Era una pequeña tribu de diez cazadores-recolectores tal vez algo más inteligentes, más avanzados lingüísticamente y que poseían mejores herramientas que sus otros vecinos homínidos. No eran los primeros en salir del continente, pero fueron los que supieron sobrevivir. Marcharon hacia la península Arábiga, y desde allí se distribuyeron en un abanico de rutas hacia Europa, Asia Central, Australia y China.
“Leyendo los genes de personas que viven entre Etiopía y la Tierra del Fuego descubrimos la ruta de los caminantes que subieron hasta Siberia, cruzaron el estrecho de Bering, y terminaron en las Américas. ¡Vaya viaje!Les tomó 20.000 años. Ahora se sabe que los nativos americanos descienden de los de Asia Central, por lo menos en su mayoría”, explica Wells.
Los que poblaron Suramérica tuvieron que darse el viaje más largo. “Esa gente increíble caminó, literalmente, desde África hasta la Patagonia. Estamos en proceso de expandir el muestreo en la región Andina, para entender quiénes fueron los pobladores originales de los altos Andes, por qué tomaron esa decisión, de dónde venían y cuál es el impacto del imperio inca en esta bandeja genética. Sabemos que los incas movilizaban grandes cantidades de gente en los Andes y queremos saber qué efecto genético tuvo”.
Caminantes suramericanos
Según Wells, el muestreo lo están haciendo centros regionales en Ecuador, Perú y Bolivia, bajo la dirección de Fabricio Santos, de la Universidad de Minas Gerais, de Brasil.
Le pregunto si ha muestreado momias, y responde que le encantaría hacerles análisis de ADN. “Ha sido políticamente complicado hacerlo, pero esperamos trabajar con arqueólogos que estudian esas momias, porque sería fantástico tener esa información para compararla con la de la gente viva”.
No obstante, Wells advierte que la genealogía genética es una carrera contra el tiempo porque en algún momento, el récord de estas antiquísimas migraciones se habrá desvanecido. Esparcirnos por el mundo nos tomó docenas de miles de años; hoy viajamos de Johannesburgo a Nueva York en cuestión de horas. Nos casamos entre culturas y países. Y en el proceso, arruinamos las claves genéticas de nuestro pasado.
Wells abre los brazos enfáticamente. “¡Es como si construyeran un aeropuerto encima de una ciudad maya enterrada en la selva! Los arqueólogos se apresurarían a hacer una excavación de rescate, ¿cierto? Bueno, eso es exactamente lo que hacemos ahora los genetistas antropológicos. Vamos a borrar el archivo histórico de nuestros genes justo en el momento en que adquirimos las herramientas para leerlo”, se lamenta.
“Y es que la historia está lejos de terminar. Podremos tener una visión del bosque, pero seguimos sabiendo muy poco sobre los árboles. Hemos entrado ahora en la Fase II del proyecto, que consiste en hacernos preguntas muy agudas y específicas. Y traeremos a la mesa los demás componentes de nuestra historia: la paleoclimatología, la lingüística, la arqueología y la paleobotánica, que juegan papeles críticos en la interpretación de este viaje extraordinario de nuestros ancestros”.
Entre reyes y fugitivos
Spencer Wells me enseña a leer el mapa de mis propios ancestros mitocondriales, que he bajado de la red junto con un certificado y varios otros documentos. Mi clan, el Haplogrupo T, desciende de una mujer en la rama R del árbol. El linaje divergente de este grupo indica que ella vivió hace unos 40.000 años, y que sus descendientes estuvimos deambulando por la península Arábiga, la India y Paquistán. Durante milenios vivimos muy cómodos en los fértiles valles de lo que hoy es Turquía-Siria, hasta que mi propio subgrupo, el T2, se dejó seducir por las ganas de explorar y decidió marchar hacia el norte, terminando en la Europa ártica.
Eso lo sé por los pequeños errores de ortografía que nos delatan abiertamente, indicando que la mayor concentración actual de nosotros está en el Báltico Oriental, con algunos en Irlanda y el occidente de Inglaterra –lo que no es de extrañar pues el navegante F. L. Rockwood era de Manchester–.
“Tu clan T es sumamente relevante porque le dio la agricultura al mundo”, añade Wells, trazando con el dedo las rutas en mi mapa. “Ustedes llegaron pisando fuerte y domesticaron las plantas, básicamente dando inicio a la era cultural llamada Neolítico. Lo curioso es que no tuvieron tanto éxito en plantar su propia semilla, ya que hoy apenas entre un 10 y un 20 por ciento de los europeos y centroasiáticos modernos pertenecen al T”.
Quiero saber más. En otros portales de la red ajenos al Proyecto Genográfico encuentro los primeros estudios acerca de la salud entre los ‘T’. Tentativamente, dicen, tal parece que somos resistentes al alzheimer, el párkinson y la diabetes, pero propensos a enfermedad cardiovascular. Vaya uno a saber. Y un estudio de la Universidad de Zaragoza ha mostrado que los hombres del Haplogrupo T están asociados con una reducida motilidad de la esperma. ¿Será por eso que no plantamos más semillas?
En el ‘diploma’ que me da el Proyecto Genográfico, los números y las letras de mis mutaciones (esas señales iluminadas en la carretera de mi linaje) se leen como un listado incomprensible: 16126C, 16294T, 16296T, 16304C, 16318C, 16519C. Extrañamente, me hacen sentir conectada a todas estas otras personas cuyos nombres veo en Facebook. Es como si hubiera heredado una familia nueva. Una que incluye al zar Nicolás II, a Carlos I y Jorge V de Inglaterra, a Olaf V de Noruega, Gustavo Adolfo de Suecia, Jorge I de Grecia, y también, para equilibrar las cosas, al fugitivo estadounidense Jesse James. Toda una hermandad de la sangre.
Kit
La prueba ‘casera’
Quien quiera hacerse su propia prueba genográfica puede comprar un kit, por 200 dólares, en https://genographic.nationalgeographic.com/genographic/index.
“Estamos vendiendo unos 1.000 por semana –dice Spencer Wells, genetista antropológico que lidera el proyecto–. El dinero lo invertimos en el proyecto mismo, y eso incluye ayudar a las comunidades indígenas a preservar sus culturas”. El proyecto utiliza una novedosa herramienta llamada GenoChip, que fue diseñada especialmente para estudiar 150.000 marcadores en nuestros genes, que son los relevantes para el propósito de la antropología genética. El estudio no analiza ninguna información médica.
Mirada a América Latina
Después de estudiar África, Asia, Europa y Norteamérica, los creadores del Proyecto Genográfico van a ahondar en A. Latina. Una de las preguntas es quiénes fueron los pobladores originales de los altos Andes y de dónde venían. Para ello, trabajan de la mano de investigadores de esta parte del mundo con el fin de estudiar la historia genética de los indígenas. Participan Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Colombia y Ecuador.
ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
Para EL TIEMPO
Autora de la novela ‘Los detectives del ADN’, de Planeta.
Fuente:http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/ciencia/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12915467.html
"Si queremos lograr una cultura más rica, rica en valores de contrastes, debemos reconocer toda la gama de las potencialidades humanas, y por lo tanto tejer una sociedad menos arbitraria, una en la que la diversidad del regalo humano, encuentre un lugar adecuado." Margaret Mead
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